miércoles, 21 de septiembre de 2011

Irene López




Irene López  lo intentó, lo intentó, lo intentó...y casi lo consigue.

Todo dio comienzo cuando se le metió entre ceja y ceja (como diría su difunto padre) ser la chica más chic del instituto. Aspirante a las mejores calificaciones, aspirante al liderazgo del grupo, aspirante eterna a beneficiarse al maromo con más sustancia de la temporada. Pero es que la pobre Irene era grande y torpona, con una dentadura digna de las peores pesadillas de un ortodoncista. Tampoco estaba precisamente bien dotada intelectualmente y, para colmo de sus desgracias, tenía la virtud de abrir la boca en los peores momentos, poniendo los puntos sobres las eñes. Curiosamente y para sorpresa de la humanidad, se consideraba una mujer inteligente.

La ignorancia atávica de su entorno de extrarradio, unida a otros factores como la obnubilación mental que sufría en el momento en que cualquiera la superaba en algún aspecto, acabó provocando que aquel germen de ministra culminase en auxiliar de laboratorio.

Alguien preguntará: ¿qué tiene de malo ser auxiliar de laboratorio? Pues claro, nada de malo. Sin embargo, para Irene López aquello era casi una afrenta a su dignidad, así que acabó declarando que su trabajo consistía en ser asesora personal de un conocido cirujano. ¡Qué pena! Cada vez que tomaba una muestra o ponía en marcha la centrifugadora decía por lo bajinis : si, doctor; enseguida, doctor. A renglón seguido, sacaba de su quejumbroso bolso una barra de labios rojo pasión y se afanaba, sin mucha gracia, en dar unos espesos retoques a los tímidos pliegues que asomaban tras su mandíbula de mula.

El esposo de Irene vivía deambulando entre la cocina y el salón, donde un televisor de última generación retransmitía, incansable, partidos y más partidos de baloncesto, fútbol, volley playa... cualquier cosa. Sus hijos bostezaban, con paterna impasibilidad, ante la consola y la infinita pila de libros ojeados y nunca comprendidos, que se amontonaban en las estanterías de su habitación.

En el fondo, el mundo de Irene era un desastre, lamentable y soporífero, lleno de sueños sin cumplir y de niños repletos de actividades extraescolares. Era una especie de amago entre lo que nunca deseó y lo que no se atrevía a confirmar de sí misma: el fracaso.

Tras una larga temporada que zarandeó su vida entre la depresión y el fanatismo, encontró su pequeño respiradero arrojando su ira fuera, muy fuera, haciéndola llover sobre todas aquellas personas que ella consideraba que habían tenido éxito.

Fue la época en la que encabezó la rebelión en el conservatorio de Jorge, su hijo mayor, poniendo a la altura del felpudo a su profesor de piano. La improvisada víctima se quedó boquiabierta cuando “aquella chusma” puso en entredicho su capacitación profesional frente a veintidós pupilos que no atinaban el do-re-mi-fa-sol. Acto seguido, le sacó una foto a Irene y, a modo de extraña ironía, la expuso en la vitrina donde coleccionaba premios y reconocimientos internacionales.

Fue también la época de varios intentos de sabotaje en el colegio, el instituto, los grandes almacenes y la asociación de amas de casa. Los mismos tiempos en los que coqueteó con la política casera y los pucheros de masas de los que salió escaldada. Todo un sinfín de aventuras en pos de extraños e innombrables objetivos... sería mejor no psicoanalizar la mente  de esta potencial lumbrera en sus profundidades más insondables.

Curiosamente, cuando Jaime, su retoño menor, alcanzó la mayoría de edad, Irene sufrió un cambio radical. Abandonó definitivamente sus ansias de protagonismo y los vecinos la veían sonreír más a menudo que de costumbre. La colada estaba limpia y la basura no desprendía aquel pestilente tufo en el patio. De la noche a la mañana se produjo una misteriosa mutación: abandonó a su marido, el piso, la tele, los partidos, los litigios con la Comunidad y la mala leche hacia todos aquellos que le recordaban su evidente incapacidad, sus intentos fallidos por acaparar la atención y obtener un lugar entre las estrellas. También dejó de lado sus aires de grandeza y el si, doctor, enseguida doctor que rezaba cada día con incansable devoción. En un ataque de valentía pidió disculpas al profesor del conservatorio y aclaró más de cuatro o cinco malentendidos con sus amigas. Nadie supo por qué.

Siete meses después, su marido, de cervecera panza, no daba crédito a todos sus sentidos cuando creyó ver a ¡Irene! del brazo de un senegalés todo dentadura, seamos sinceros, entrando en una sex-shop del barrio chino y con el pelo teñido de naranja zanahoria. Pepe se frotó los ojos una y otra vez. Lo que le extrañaba no era la circunstancia en la que se había encontrado a su ex sino la sonrisa pletórica que lucía, como si el sol se hubiese asomado tras las cumbres de los Pirineos molares y premolares. Jamás había contemplado semejante expresión de felicidad. A renglón seguido dobló la esquina, pidió una Guiness y suspiró aliviado.

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