miércoles, 3 de diciembre de 2014

Belinda


 





Nadie diría que aquella niñita apocada, de lacio y escaso pelo castaño que enmarcaba unos ojos inexpresivos, llegaría a convertirse en toda una señora de “pelo en pecho”, pero así de extravagante es la vida.
A Belinda le habían puesto un nombre que sonaba a algodón de azúcar, dulce, dulce...a manzana acaramelada de feria, a palomitas de colores. Cada vez que su madre la llamaba para ir a comer, en la calle sonaba aquella música angelical que acompañaba a sus pasos apresurados por las escaleras: plas, plas, plas...el crujir de la puerta y luego el silencio. Todo era un silencio aterciopelado que se prolongaba hasta bien mediada la tarde.

Por las noches llegaba su padre, presuntamente cansado de la jornada laboral. Leche y galletas para los niños y a dormir. ¡Quien pudiera! La juerga de la habitación paterna, noche sí y noche también, asolaban las expectativas de descanso infantil. De esta suerte aprendió Belinda dónde se cocían las decisiones.


Hasta eso de los treinta y tantos todo transcurrió con la relativa normalidad de quien no espera grandes sorpresas ni alberga desmedidos sueños. Matrimonio predecible con un chavalote fino como un flautín y de apellidos que emulaban un culebrón venezolano. Dos churumbelillos de tierna edad, de ojitos lánguidos, casi tan dulces como el nombre de su mamá. Vida más o menos apañada en un pisito céntrico cercano a la familia. Nada paranormal, a excepción de la espectacular transformación que comenzó a operarse en Belinda.

En realidad, no se sabe si fue a consecuencia del nuevo móvil o porque las sesiones nocturnas en su dormitorio distaban mucho de parecerse a lo escuchado en casa de sus padres, pero lo cierto es que de un momento para otro, se tiñó el pelo de rubio estropajo y aleonó la melena, dándose al caminar unos aires de caballo jerezano. Acompañada de su teléfono, y conectada veinticinco millones de veces a todas sus amigas, incluida la vecina del primero, se sentía poderosa, más aun, invencible. Al vozarrón que desarrolló por generación espontánea, le seguía el run-run de sus anchas caderas enbutidas en una falda minúscula o en unos pantalones ajustados comprados en el último saldo de internet. Sus comentarios, sus gestos y sus gustos comenzaron a volverse día a día más vulgares, mientras su madre, estupefacta, caminaba con las piernas felizmente arqueadas.

Pobre Belinda. Muy pocos sabían que espiaba las entradas y salidas de las chicas de buen ver del edificio, anotando el nombre de las tiendas de ropa impreso en las bolsas, persiguiéndolas hasta la peluquería o el gimnasio, anotando a sus hijos a las mismas actividades y tomándose la cañita en las mismas terrazas. Como resultado consecuente, su estilismo y costumbres variaron tanto que a duras penas conseguía mantenerse en pie sobre las plataformas o girarse sin retorcer las costuras del último desvarío textil.

Sin embargo, no contenta con todos aquellos cambios, se dedicó a dar consejos de buen gusto y decoración, no sin antes haber ojeado unos cuantos programas televisivos y revistas .¡Claro que sí! Belinda era la reina del wengué y del blanco roto, exhalaba elegancia con su porte de caballo percherón y contestaba, desde la inexpresividad de sus ojos con un Ahg! a todo aquello que le causaba disgusto o incomodidad.

Pero la vida, como no, es una rebelde y una traicionera. A pesar de todos sus desvelos, del facebook, del twitter y los corrillos barriobajeros del whatsapp, neocotilleo a golpe de móvil, la vida de Belinda no sufría cambios sustanciales. Por momentos daba la impresión de que su querido esposo perdía el interés, o que, tal vez, su llave era muy estrecha para el ojo de la cerradura...Los churumbeles crecían y los problemas se multiplicaban. De nada parecían valer los consejos decorativos y la trasnochada combinación del chocolate, el beige y el verde pistacho de su salita de estar.

Aquella maldita tarde, su hijo menor llegó del colegio después de haberse peleado con el de la vecina del primero, tres suspensos en la mochila y la sudadera rota. Belinda respiró hondo, pero el móvil no funcionaba. Salió a tomarse una caña y descubrió al flautín de su marido de la mano de un musculitos proteico diez años más joven. Dos calles más arriba, con el paso resuelto y la cabeza desordenada, se cruzó con su madre, de impecable sonrisa protésica , que salía de la peluquería para irse de cena con papá. El mundo se derrumbó bajo las plataformas de sus zapatos.

Belinda volvió a casa, pálida e inexpresiva. Su nombre le sonaba mal, a chuchería de feria trasnochada. Abrió el portal muy despacito. Subió las escaleras: plas, plas, plas... y la puerta chirrió cerrándose tras ella, como una sentencia. Luego, el silencio.




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