Nadie diría que aquella niñita
apocada, de lacio y escaso pelo castaño que enmarcaba unos ojos
inexpresivos, llegaría a convertirse en toda una señora de “pelo
en pecho”, pero así de extravagante es la vida.
A Belinda le habían puesto un nombre
que sonaba a algodón de azúcar, dulce, dulce...a manzana
acaramelada de feria, a palomitas de colores. Cada vez que su madre
la llamaba para ir a comer, en la calle sonaba aquella música
angelical que acompañaba a sus pasos apresurados por las escaleras:
plas, plas, plas...el crujir de la puerta y luego el silencio. Todo
era un silencio aterciopelado que se prolongaba hasta bien mediada la
tarde.
Por las noches llegaba su padre,
presuntamente cansado de la jornada laboral. Leche y galletas para
los niños y a dormir. ¡Quien pudiera! La juerga de la habitación
paterna, noche sí y noche también, asolaban las expectativas de
descanso infantil. De esta suerte aprendió Belinda dónde se cocían
las decisiones.
Hasta eso de los treinta y tantos todo
transcurrió con la relativa normalidad de quien no espera grandes
sorpresas ni alberga desmedidos sueños. Matrimonio predecible con un
chavalote fino como un flautín y de apellidos que emulaban un
culebrón venezolano. Dos churumbelillos de tierna edad, de ojitos
lánguidos, casi tan dulces como el nombre de su mamá. Vida más o
menos apañada en un pisito céntrico cercano a la familia. Nada
paranormal, a excepción de la espectacular transformación que
comenzó a operarse en Belinda.
En realidad, no se sabe si fue a
consecuencia del nuevo móvil o porque las sesiones nocturnas en su
dormitorio distaban mucho de parecerse a lo escuchado en casa de sus
padres, pero lo cierto es que de un momento para otro, se tiñó el
pelo de rubio estropajo y aleonó la melena, dándose al caminar unos
aires de caballo jerezano. Acompañada de su teléfono, y conectada
veinticinco millones de veces a todas sus amigas, incluida la vecina
del primero, se sentía poderosa, más aun, invencible. Al vozarrón
que desarrolló por generación espontánea, le seguía el run-run de
sus anchas caderas enbutidas en una falda minúscula o en unos
pantalones ajustados comprados en el último saldo de internet. Sus
comentarios, sus gestos y sus gustos comenzaron a volverse día a día
más vulgares, mientras su madre, estupefacta, caminaba con las
piernas felizmente arqueadas.
Pobre Belinda. Muy pocos sabían que
espiaba las entradas y salidas de las chicas de buen ver del
edificio, anotando el nombre de las tiendas de ropa impreso en las
bolsas, persiguiéndolas hasta la peluquería o el gimnasio,
anotando a sus hijos a las mismas actividades y tomándose la cañita
en las mismas terrazas. Como resultado consecuente, su estilismo y
costumbres variaron tanto que a duras penas conseguía mantenerse en
pie sobre las plataformas o girarse sin retorcer las costuras del
último desvarío textil.
Sin embargo, no contenta con todos
aquellos cambios, se dedicó a dar consejos de buen gusto y
decoración, no sin antes haber ojeado unos cuantos programas
televisivos y revistas .¡Claro que sí! Belinda era la reina del
wengué y del blanco roto, exhalaba elegancia con su porte de caballo
percherón y contestaba, desde la inexpresividad de sus ojos con un
Ahg! a todo aquello que le causaba disgusto o incomodidad.
Pero la vida, como no, es una rebelde y
una traicionera. A pesar de todos sus desvelos, del facebook, del
twitter y los corrillos barriobajeros del whatsapp, neocotilleo a
golpe de móvil, la vida de Belinda no sufría cambios sustanciales.
Por momentos daba la impresión de que su querido esposo perdía el
interés, o que, tal vez, su llave era muy estrecha para el ojo de
la cerradura...Los churumbeles crecían y los problemas se
multiplicaban. De nada parecían valer los consejos decorativos y la
trasnochada combinación del chocolate, el beige y el verde pistacho
de su salita de estar.
Aquella maldita tarde, su hijo menor
llegó del colegio después de haberse peleado con el de la vecina
del primero, tres suspensos en la mochila y la sudadera rota. Belinda
respiró hondo, pero el móvil no funcionaba. Salió a tomarse una
caña y descubrió al flautín de su marido de la mano de un
musculitos proteico diez años más joven. Dos calles más arriba,
con el paso resuelto y la cabeza desordenada, se cruzó con su madre,
de impecable sonrisa protésica , que salía de la peluquería para
irse de cena con papá. El mundo se derrumbó bajo las plataformas de
sus zapatos.
Belinda volvió a casa, pálida e
inexpresiva. Su nombre le sonaba mal, a chuchería de feria
trasnochada. Abrió el portal muy despacito. Subió las escaleras:
plas, plas, plas... y la puerta chirrió cerrándose tras ella, como
una sentencia. Luego, el silencio.
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