Chus López
Atención: cualquier parecido con personajes o hechos reales no es pura coincidencia.
La verdad, debería haber tenido un nombre más inusual, hasta puede ser que con un toque más distinguido , pero a fin de cuentas se llamaba Chus, igual que su madre.
Chus era vegetariana poco convencida, es decir, comía cualquier cosa cuya elaboración no exigiese demasiado esfuerzo ni demasiada imaginación, pero no se negaba a degustar las delicatessen preparadas por tía Cándida o por algún amigo con vocación de chef. Mientras tanto, intentaba aligerar su figura consumiendo ingentes cantidades de cereales, yogures y verduras, pobremente cocinadas en la desidia de su pisito de soltera, castigándose con espartanas sesiones de gimnasio que la dejaban al borde de una sonriente lipotimia, mientras en su cerebro bailaban las cifras de los kilos, las calorías y los años .
Hubo un tiempo en que el modo de vida de Chus pudo haber sido incluso aceptable, sin tener en cuenta la desfachatez y excentricidad de las amistades y ambientes que frecuentaba o el modo de huir de la realidad embarcándose en aventuras tan inverosímiles como aquel curso acelerado de paracaidismo. Sin embargo, algo más tarde su vida dio un giro radical con nombre propio: Nito, un chaval diez años menor, con aspecto desenfadado, algo cabezón, bastante interesado y suspicaz y en cuyo carnet de identidad figurada misteriosamente el nombre de Juan Carlos.
Desde el mismo instante en que la relación entre ambos fue un hecho, una extraña transformación comenzó a operarse en Chus. Muy repentinamente, muy desesperadamente, muy desmedidamente, se empeñó en ser una chica moderna, pero que muy moderna, para lo cual resultaba imprescindible desprenderse de todas aquellas prendas con una antigüedad mayor de tres meses, sustituyéndolas por otras mucho más horteras y de deplorable patrón, es decir, completamente a la moda. Pero Chus no reparaba en si lo que vestía le quedaba mal o bien. Lo importante era parecer más joven, más estilizada y, por supuesto, a la última.
Con el vestuario llegó también la renovación de los complementos, del perfume, de los gustos musicales, las películas que escogía en el videoclub, los zapatos de marca, el maquillaje y un sinfín de detalles, a cada cual más exótico y con peor gusto. Y cada día, a medida que su casa, su persona, sus cosas, evolucionaban por curiosos derroteros, más acaramelada se veía a la pareja, más se prodigaban atenciones, besos y caricias. Hasta parecía que Chus había rejuvenecido, a pesar de los surcos y la flacidez que la progresiva pérdida de peso iba regalando a sus facciones y a pesar también de la ingente cantidad de canas, encubiertas por un tinte y un peinado cada vez más actual y más caro.
El día en que Nito decidió irse a vivir con ella fue todo un acontecimiento: cava, pastelitos belgas, velas perfumadas, un ramo de rosas... detalles que adornaban una fecha que, en el fondo, Chus hubiera preferido celebrar vestida de blanco rococó, pero que sus principios de mujer del siglo veintiuno le impedían enérgicamente. La pareja moderna era la pareja de hecho, y aquí se acababa siempre la discusión, porque ¿para qué necesitaban Nito y Chus unos papeles con lo mucho que se querían?
Llegó un momento en que el discreto pisito con acogedores muebles de pino y mimbre comenzó a pesar sobre la cabeza de la buena de Chus como una maldición y decidió contratar a un decorador para que efectuase una reforma que diese un aire innovador a su vivienda. La broma costó un dineral, pero constituyó un verdadero éxito entre sus amistades, que se admiraban constantemente del insípido tono gris de las paredes, de las absurdas líneas minimalistas del salón, del poco práctico diseño de la cocina y, sobre todo, de la originalidad de un sofá que podía haber sido la cama de un faquir. Sin embargo, a nadie parecía importarle la finalidad práctica de toda aquella exhibición y, mientras Nito se acomodaba entre los almohadones de su nuevo hogar, decidido a engrosar las filas del paro durante una larga temporada, Chus imaginaba, risueña, que se había convertido en una mujer de fuerte personalidad y marcado estilo vanguardista. Después de todo, ¿quien necesitaba tantos artilugios anticuados y de dificultosa limpieza cuando en su casa se consumían ensaladas y sandwiches en platos de plástico? ¿Quien necesitaba plancha o lavadora si a las setenta y dos horas de haber salido de la tienda su ropa comenzaba a parecerle pasada de moda? ¿Quien precisaba comodidad cuando las escasas horas que se pasaba entre las cuatro paredes de su casa eran las de un sueño fugaz y sobresaltado?
Chus consiguió aguantar ese ritmo una temporada, pero las cosas comenzaron a cambiar hacia extraños derroteros. El gimnasio y la dieta le descolgaban kilos y le sumaban flacidez y mal aspecto maquillado de rose moiré .La anemia galopante y la desmineralización que siguió al engullimiento de cuatro litros de agua diarios le costó la hospitalización durante una semana. Los cursos de deportes de riesgo y el alcohol de las copas del viernes le acarrearon innumerables lesiones que afrontaba con sonrisas forzadas, al tiempo que su historia con Nito entraba en clara decadencia. El acaramelamiento dio paso a la indiferencia, la indiferencia al malentendido, el malentendido al enfado, el enfado a los gritos, los gritos al engaño y el engaño a los cuernos. Su sueldo apenas bastaba para pagar las letras del piso, de la reforma, del ropero, de las copas, de la peluquería...
Una mañana, Nito la saludó como siempre y llamó desde su móvil a la gerente de los grandes almacenes donde, al parecer, había conseguido un contrato en prácticas. Su voz denotaba algo que Chus no quiso llegar a comprender, pero que unos meses más tarde tuvo que afrontar, tras una larga e inocente explicación que barajaba, como en un malabarismo, la diferencia de edad, los planes de futuro, la ausencia de compromisos ¡tras ocho años de vida en común! ¡tras un millón de dietas! ¡tras cientos de tintes cobrizos!...
Esa misma mañana, Chus, mujer moderna donde las haya, sacó el álbum familiar y comenzó a pasar las hojas despreocupadamente hasta posar sus ojos y sus temblorosas manos sobre un retrato antiguo, un retrato de su abuela paterna, Secundina. Lo miró con detenimiento, con los ojos abiertos como platos, examinando cada pliegue, cada pequeño detalle. Tras un rato, concluyó, muy acertadamente, que aquella mujer del retrato y ella tenían un asombroso parecido, y, para cerciorarse, se desmaquilló el rostro y colocó sobre su cabeza un lienzo negro a modo de pañuelo. No cabía ni la más pequeña duda. Era ella.
Cuando sus amistades , tras unos meses de silencio, indagaron sobre su paradero, encontraron el piso vacío y abandonado, el vestuario echado a perder, los muebles embargados...¡un verdadero desastre!. De Nito y de la gerente ni rastro. En el gimnasio nadie sabía nada. En el trabajo tampoco. Un misterio.
Muy lejos de allí, en el campo, dentro de los muros de una casa que hasta entonces había permanecido arruinada, los vecinos decían haber visto a la difunta de la señora Secundina probándose los vestidos, tirándose desde los puentes sujeta por una cuerda, corriendo hasta la extenuación entre los prados a las horas de la siesta, robando las lechugas, la acelgas y los nabos y más delgada que nunca. Todas estas circunstancias fueron la causa de que, desde entonces, los aldeanos de Villarrobledo de Arriba crean a pies juntillas que en el purgatorio no dan bien de comer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario